VALLE DE TODOS.

Julio Alfredo Egea

Colección "Poesía". Editora Nacional. Madrid, 1963

Los Nuestros

 

LOS NUESTROS

 

Sí, los nuestros.

Eran los de cada uno de nosotros,

los que quedamos sin respuesta,

los que tuvimos cita con la Muerte

aunque ésta no acudió.

Los que lloramos en el retorno

de banderas y de himnos

porque un deshabitado viento nos dolía en el lado

y una tormenta de interrogaciones abría su pirotecnia de alarma

y un hueco largo se hacía en el corazón.

Los nuestros, los hermanos;

aquél que se reía de las brujas cuando niño

y llevaba

toda una constelación de pájaros enredados en la risa;

aquél que besaba el pan caído al suelo

y lloraba al mirar las pupilas hondas de la madre

como presintiendo una próxima ausencia de luces;

aquél que llegaba silbando su tango preferido

y bebía cerveza los domingos

mientras jugaba al mus.

Los nuestros, los amigos;

el que llegó del balón al fusil

sin pasar por los besos de una muchacha;

el que acicalaba sus manos artesanas

esperando la hora del amor,

y el que temblaba al coger un pájaro herido

pensando que era el mundo agonizándole en los dedos;

aquel que sólo supo acariciar la tierra

de tanto verla abrirse delante de sus pies...

Los nuestros, nuestros hijos,

el que tosía a escondidas

fumando sus primeros cigarrillos de hombre;

el que en los atardeceres se escondía entre los juncos

para acechar sirenas;

el que viene al recuerdo con traje de primera comunión

y al que a veces, cerrando los ojos, sentimos al lado

con un largo arañazo de vida por la frente,

con su fuerza y sudor de hombre.

Los nuestros, nuestros padres,

sombra, menos que sombra en la memoria,

sólo en fotografías amarillas

con su traje de pana, montados en caballos

o en uniformes de soldados de África,

recién afeitados y sonrientes.

Ellos, los que partían el pan con noble gesto

y mecían la cuna del hermano menor algunas veces.

 

Aún siguen muchas novias esperando en la reja,

y borran iniciales y recaman estrellas,

sin sentir el dolor de la caída

de la flor de los labios,

esperando a través de veinte generaciones de golondrinas.

Aún nos dice una voz: "Ese es tu padre, mira. Era un gran cazador,

le gustaba dormir entre las jaras y lloraba mirándote a los  ojos".

Y besamos la cartulina

con el temor de que se borre la cara del padre

y quede aún más vacío

este hueco junto a la mesa familiar.

Aún hay muchos caballos de cartón guardados

en la intimidad de las buhardillas

y madres que buscan la ocasión

de pasar sus manos ajadas por los desconchados,

sintiendo el latido de la traviesa fuerza del hijo,

o por la depresión que en la montura

formara con su peso, que recuerdan

- con un recuerdo amargo de estocada-

cuando el hijo lloraba porque ya no quería llevar pantalón corto

y jugaba a la guerra.

 

Son nuestros, nuestros muertos,

nuestra prolongación de humo glorioso,

los que están aquí, allá, remontando la estrella,

los que quisieron darnos su herencia de palomas

y dejaron la sangre en la aventura;

los que a veces sublevan nuestro hierro dormido,

nuestra vergüenza de hombres gastados por las horas,

gastados por un vértigo de barro.

 

Diariamente encendidos mantengamos los cirios,

que no pueda apagarlos ni el soplo de la muerte.

 

 

 

 

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Julio Alfredo Egea

www.julioalfredoegea.com