SASTRE DE FANTASMAS Y OTROS RELATOS.

Julio Alfredo Egea

Colección "Narrativa 18" de "Arráez Ediotres". Mojácar (Almería), 2006

Sastre de Fantasmas

 

Este libro incluye una excelente introducción del escritor y crítico Pedro M. Domene, amigo y comentarista de la obra de Julio A. Egea. Esta muestra expone el primero de los relatos, que da título al libro.

Lejos de tener estas narraciones un  carácter moralizante, algo que por su carácter dogmático no corresponde de manera directa a un trabajo de creatividad literaria, si exponen una sucesión de situaciones que de alguna manera exaltan valores fundamentales, llevando a la persona por caminos de dignificación humana hacia metas de felicidad.

El amor a la libertad, el respeto a la diferencia personal del prójimo, el amor a la naturaleza, la exaltación imaginativa y la fantasía como arma contra rutina y dolores, las melancolías de  la vejez, las valoraciones de la amistad, las añoranzas y  desvalimientos por las malas historias sufridas...

Son relatos en los que Julio Alfredo Egea vuelca su sensibilidad en permanente compromiso con la Poesía, que es tanto como decir con el Amor y la Vida.

 

S A S T R E   D E  F A N T A S M A S

 

Visité a Sigfrido Waldeck tras un arriesgado viaje a la Polinesia, a donde fui enviado por un diario de Los Ángeles en el que por entonces trabajaba como reportero.  Tuve que llegar a través de varios barcos de pesca, transbordando de unos a otros, después de complicadas conversaciones con los tripulantes de cada dotación, que desconfiaban de cualquiera debido al transitar de fugitivos que había por el mundo a partir del final de la segunda guerra mundial. Pude convencerles de los motivos científicos de mi viaje, asegurando que dedicaría el tiempo al estudio de un pájaro que, aunque emparentado con la familia de las láridas, podía ser considerado como un endemismo no catalogado ya que presentaba rasgos y costumbres diferentes de las estudiadas en gaviotas comunes. Este cuento, ideado en Los Ángeles antes de mi salida, lo iba soltando por todos sitios.

Un antiguo miembro de la CIA había dado al periódico información secreta de que allí estaba, huyendo de sus fantasmas particulares, el viejo sastre de Adolfo Hitler, y a consecuencia de haberse despertado un gran interés por publicar entrevistas cargadas de sensacionalismo, hechas a personas que, dispersas por todo el mundo, habían tratado personalmente al dictador alemán, me enviaron en su busca.

Siguiendo las indicaciones de aquel agente lo encontré en una playa desierta, casi cubierto por la arena su cuerpo desnudo, empuñando un gran vaso de zumo de banana. A su lado, también en estado natural, una preciosa nativa alternaba el oficio de rascarle la espalda con el de espantarle las moscas para que no naufragaran en el refresco.

Muchas fueron las dificultades hasta llegar a este momento del encuentro. Los pescadores me dejaron en Tau, la isla del archipiélago de Samoa Occidental en que debía encontrar al personaje. El desembarco fue en un paraje sin señal alguna de ser viviente, y seguí la ruta que señalaron mis transportistas, tierra adentro a la aventura, cual  robinsón de tiempos remotos, sólo portando un pequeño saco con enseres precisos y mi necesaria máquina fotográfica. Después de larga caminata pude divisar una franja verde, con apariencia de oasis, y algunas chozas localizadas por el extremo cónico de la techumbre que sobresalía por entre una vegetación esplendorosa. El encuentro con los nativos fue cordial y pudimos entendernos, aunque con algunas dificultades porque los isleños hablaban un inglés amortiguado por cadencias tropicales y salpicado de vocablos indígenas. Al parecer era gente cordial y con arraigado sentido de la hospitalidad, como corresponde a casi toda raza primitiva con un sentir pacífico, no contaminada por deshumanizaciones de países llamados civilizados.

Al fin, después de muchas peripecias, pude encontrar al personaje, en aquel estado de candorosa desnudez, y me presenté a él como ornitólogo, recién llegado en busca de la extraña gaviota, soltándole el cuento aprendido. Fue breve entrevista al comprobar su gesto desconfiado, y me despedí con el propósito de procurar sucesivos encuentros, en apariencia casuales, para llevar a cabo mi trabajo sin despertar sospechas,  instalándome en una pequeña cabaña próxima a la mansión que se había hecho construir el alemán. Sin gran dificultad fui  acogido por una familia de amables isleños, informándome  de lo poco que sabían sobre el extranjero que, hacía meses, había contraído matrimonio con la joven, según los ritos del lugar.

Ese mismo día de mi llegada busqué y cumplimenté a los pocos componentes del destacamento colonial norteamericano, regresando a mi cabaña para un necesario descanso.                                           

                                                           Primera huida de Sigfrido Waldck

 A la mañana siguiente fui en su busca. Era un anciano algo tímido, vigoroso, de mansas pupilas, que aceptó mis ofrendas de amistad con naturalidad, aunque a veces me miraba con ojos entornados, como puede mirarse a un ser bajo sospecha de extraterrestre. Lo peor fue cuando expliqué, decidido a ser sincero, que aparte de mis estudios de la naturaleza, también era periodista de un gran diario de Los Ángeles, deseando hacerle una entrevista porque adivinaba una vida intensa y diferente que interesaría a gran número de lectores. Hubo una nube de espanto por sus ojos y rechazó con decisión la oferta, asegurando que su vida verdadera había empezado en aquel rincón perdido del planeta, en donde encontró el amor y el contacto pleno con una naturaleza no contaminada. Se mostró arrepentido de haberme hecho algunas confidencias en los principios de nuestro encuentro, y puso por condición para la permanencia en la amistad el no hablar de su vida pasada. Desentendido del asunto que me había llevado a la isla, de tanto repetir el cuento de los pájaros terminé por tener aficiones ornitológicas, descubriendo que Waldeck también las tenía. Llegué a esta conclusión porque estando tendidos en la playa, cuando cualquier ave en vuelo proyectaba su sombra sobre nuestros cuerpos, se incorporaba con agilidad y la seguía con unos prismáticos hasta que se perdía en singladura sobre el mar o en su adentrarse hacia  palmerales próximos. Un día me preguntó si había encontrado al pájaro  buscado y, al tener mi negativa, soltó una carcajada, me lanzaron sus pupilas un latigazo de inteligencia y dijo:

-Ese pájaro soy yo, la gaviota germana que voló hacia otro mundo, buscando en  donde anidar su libertad.

      Confuso aguanté su risa estrepitosa y, sintiéndome descubierto, tartamudeando por la vergüenza que sentía, me sinceré con toda clase de explicaciones: - Es cierto, se trata de un ave inventada para enmascarar segundos fines; mi tarea  es viajar en busca de personas que tuvieron, por cualquier motivo, relación directa con el dictador del III Reich, y usted, según pude saber, fue su sastre durante la segunda guerra mundial.

Cerró los ojos, como pasando revista a la larga película de su pasado y, con seriedad en la voz, afirmó:

    -Yo sólo conocí a un soldado de la primera guerra mundial, a un joven temerario que presentaba el pecho a las balas cuando fuimos arrastrados a la lucha y corrí a su lado, de trinchera en trinchera, intentando disimular mi miedo y mi dolor por aquella horrible situación. Le conocí mucho antes de ser nombrado canciller, cuando aún no le habían aparecido sus terribles garras de monstruo. Después nunca más volvieron a verlo mis ojos.

    Ante su gesto tristísimo cambié de tema dando un aire desentendido a la conversación, hablándole de gastronomía de la isla, de la sabrosa ensalada que su mujer nos había preparado  con frutos silvestres y huevos cocidos de alcatraz. Después medité un rato, respetando su silencio, y le expliqué que estaba a punto de cumplir mi plazo de estancia allí y volvería a Los Ángeles en cuanto encontrara ocasión propicia.

  Nos despedimos y marché a la cabaña con ánimo de hacer gestiones, ante el fracaso de mi misión, resignado a no llevarme el secreto de aquel ser misterioso, del cual sólo pude conseguir unas fotografías tiradas a escondidas, mostrando su desnudez en relajamiento; inútil material sin ir acompañado de un texto atractivo.

            A la mañana siguiente llamaron a la puerta de entrelazadas cañas de bambú que daba entrada a la estancia en que me alojaba, y vi con gran sorpresa que era el criado del alemán, un hombre bajito, siempre sonriente, que había sido enviado para comunicarme que su señor deseaba verme.

Corrí a su encuentro y lo encontré propicio al diálogo y alegre. Dijo haber cambiado de opinión, deseando contarme algo de su extraño pasado; no creía tuviese interés un relato de huidas e insatisfacciones, para lectores enfatizados con la reciente victoria de su país, aunque pensaba que sí podía -al vislumbrarse su amor por la paz- servir a algún joven para reflexionar sobre la insensatez de las guerras; pero tendría que ser a algún joven no contaminado por las recientes circunstancias que tanto condicionaban a los adultos debido a los martirios sufridos o los gozos alcanzados.

 -Al final de las guerras todos son perdedores, en mayor o menor medida; la victoria es un gran espejismo, dijo.

No pude disimular la alegría que sentí por su cambio de actitud, y quedé en volver con  el cuestionario meditado, para marcar un orden en la entrevista, al que tranquilamente daríamos cumplimiento.

    Al continuar la conversación en la siguiente jornada pude comprobar que no quería sujetarse a preguntas establecidas, sólo hablar sin un orden concreto, y comenzó a hacerlo con cierta anarquía en el relato, mezclando conceptos éticos con recuerdos de su vivir. Hablaba con voz pausada, clara, y pude recoger su narración con bastante fidelidad:

  - Era muy joven y confieso que fui arrastrado por sentimientos patrióticos a la primera guerra mundial, sentimientos a los que pronto renuncié porque los creo contradictorios con los únicos valores del hombre -amor y libertad- que son los que pueden mantener un humanismo digno contra un establecimiento de fronteras estables en el racismo, en una intransigencia de credos, en teorías políticas defendidas por las armas contra cualquier adversario...

Mi padre era de nacimiento alsaciano pero profundamente alemán en sus orígenes y sentimientos. Acabó trasladándose a Berlín con su familia antes de nacer yo, y allí desarrolló una actividad lucrativa y extraña: fue sastre especializado en vestuario para aconteceres lúdicos, es decir, sastre de disfraces. Su gran clientela, entre las clases más pudientes, estaba relacionada con las fiestas de Carnaval. Tenía una imaginación asombrosa, y de sus manos salía un sinnúmero de vestimentas basadas en historias remotas, inspiradas en modelos del vestir regional de medio mundo, o representando a especies animales... Pero también, al llegar su fama más allá de los contornos nacionales, tenía encargos de distinta índole: confeccionó capas espectaculares encargadas por popes o arzobispos ortodoxos, para lucirlas en conmemoraciones especiales; vaporosos trajes para  bailarinas de ballet del Teatro de la Opera de Viena; modelos surrealistas de llamativo diseño para artistas de circo...  Mi madre, era también austriaca, de una familia montañesa de Salzburgo, lugar en que residía toda su gente.

Quizá influyó en mi incorporación al voluntariado de lucha de la primera guerra mundial la ideología de mi padre que, aunque hombre festivo e inteligente, llevaba dentro al demonio feroz del nacionalismo, quizá por influencia de amigos suyos. Esto debió de contar en mi decisión, de acuerdo con la falta de criterio  por mis pocos años. Llegué al frente en compañía de muchos jóvenes tan engañados como yo, pero también de algunos con fuertes convicciones fanáticas; el más enardecido de todos, dentro de su gran introversión, era Adolfo Hitler, que fue herido dos veces, y la segunda cayó junto a mí que, ante el imperativo de avanzar, lo seguía como su sombra, aunque buscando provisionales escondites y sin disparar un solo tiro.

Fue entonces cuando pensé en desertar. ¿Qué hacía yo en un lugar como aquel, siendo incapaz de matar a nadie y expuesto a que me dispararan a mí? En el frente empecé a amar la paz sobre todas las cosas y a amar al enemigo que en su mayoría sería ingenuo y engañado como yo y muchos de mis compañeros, coincidiendo con lo mandado en preceptos evangélicos, prefiriendo ser muerto a matar. No me sentía un cobarde, me sentía un ser obligado a protagonizar una horrible tragedia dentro de un infierno de desamor.

    En una operación que intentaba envolver al enemigo hacía un territorio sin salida, hubo momentos de desconcierto y confusión que aproveché para quedar atrás, escondido y solo en un bosque. Fuí un desorientado soldado vagabundo, con mil astucias para lograr alejarme de la lucha, atravesar retaguardias y llegar a Berlín. Allí me refugié en la casa paterna, en donde estaba sola mi madre, pues mi padre había muerto -según me dijeron-, sorprendido por un accidental tiroteo callejero. Ella me explicó que era otro, ideológicamente, cuando murió, pues sus viejas ideas no eran fuertes convicciones, y cambió de parecer al encontrarse en una circunstancia de crueldades, maldiciendo a los nacionalismos.

  Fue grande mi confusión de ideas... No podría permanecer en la casa paterna porque al notar mi ausencia del frente, y no contarme entre muertos y heridos, me vendrían a buscar. Tenía que huir hacia otro lugar, y mi madre debía quedar sola, para que al llegar en mi busca la encontraran, y al sentirse desorientados me dieran por desaparecido. A pesar de dolerme la soledad y el estado de amargura en que quedaría mi madre, sentí algo que nunca había sentido: la alegría de ser hijo único, pues mis hermanos, de haberlos tenido, estarían también sufriendo el drama infinito de mi país.

Decidí la gran aventura de completar la huida. Pensé marchar, intentando vencer muchas dificultades, a las montañas de Salzburgo, en donde me acogerían los familiares de mi madre y podría encontrar lugar seguro.

Busqué en el gran almacén de disfraces de mi padre alguno de los trajes tradicionales que hacía en ratos libres, más por placer y homenaje a su estirpe que por negocio. Encontré uno de campesina alsaciana que acompañado de rellenos  perfilando  figura femenina, me venía a la perfección. Tras muchas peripecias pude montar en un tren de refugiados que trasladaba mujeres y niños, desde la inmediación de los frentes hacia un lugar algo más tranquilo.

Conseguí llegar al lugar deseado y ser acogido por mi familia materna, que me proporcionó una pequeña y camuflada habitación subterránea en la que permanecería escondido cada vez que se aproximaba el peligro, que era casi continuo.

 

                                                           Nueva vida

  

    El fin de la guerra estaba próximo, felizmente, y pronto pude volver al hogar de Berlín. Encontré a mi madre muy decaída, apesadumbrada por años de soledad y continuo sobresalto. Además, se habían agotado los ahorros familiares y era necesario hacer algo... No había muchas opciones de trabajo y pensé tomar el oficio del padre, en el que ya me había iniciado como aprendiz antes del conflicto, aunque los tiempos no eran propicios..., se habían prohibido los Carnavales y no estaba la situación para actividades lúdicas.

En el taller del padre, rodeado de grandes espejos, estudiando métodos de Corte y Confección relacionados con modas americanas, empecé a tener algunos encargos con los que poder vivir. Los clientes eran gente de clase media, casi arruinada por los años de guerra, que vestían ropas maltrechas y anticuadas. Fui modificando patrones y consiguiendo trajes de caballero acordes con el gusto burgués de la época. Transcurrieron años difíciles, con pocos ingresos y grandes problemas. Hubo cambios decisivos en la situación familiar. Murió mi madre y apareció Helga -un amor de primera juventud, reencontrado- a la que tomé por mi mujer. También murió a los dos años de nuestro enlace, sin dejar hijos. Mal iban los asuntos de familia y era desastroso mi estado emocional. En el trabajo, por el contrario, progresaba. Se iban recuperando las gentes y haciéndose viva la ilusión del vivir. Empezó a acudir una clientela pudiente y esto era definitivo en mi progreso. Conseguí cierta fama vistiendo a una población desarrapada que empezaba a dar señales de una potente recuperación económica. Eran momentos históricos que me favorecían y tuve que ampliar de forma extraordinaria las dependencias de la sastrería y contratar numeroso personal en mi ayuda.

    Así estaban las cosas cuando empezó a sonar por todas partes el nombre de Adolfo Hitler, que yo tenía casi olvidado. Había pasado mucho tiempo desde nuestro encuentro en aquel frente de la primera guerra mundial. Sabía que unos años después había sido encarcelado por atentar contra el régimen republicano, pero una vez en libertad su partido empezó a ser poderoso y él consiguió cargos importantes en la política alemana hasta que, aprovechando que había muerto el presidente Hindenburg, que lo había nombrado Canciller, ocupó su puesto. Y lo terrible es que, sometida esta decisión a consulta democrática, como es sabido, el pueblo lo aceptó dándole el título de Führer, es decir de caudillo supremo, llevándonos a la segunda guerra mundial, la tragedia mayor sufrida por los hombres desde el principio de la historia del mundo.

   Llegando a este punto interrumpí al viejo sastre para hacerle una advertencia, antes de continuar el interrogatorio... Le dije: -Perdone, no quiero que me cuente la historia sabida, solamente me interesa su historia personal relacionada con Hitler, y aprovecho la ocasión para hacerle una pregunta: Teniendo en cuenta los malos resultados de esa consulta democrática  que llevó el caos al mundo entero, usted...¿es partidario de la democracia?

                                                           Definitiva huida

 

Se apresuró a contestarme:

    -Lleva razón en que no debo contarle, aunque sea a grandes trazos, unos acontecimientos históricos tan recientes y sabidos, pero tan dentro de ellos está mi historia que no pude evitar recordarle esos sucesos que ocasionaron el sufrimiento de mi país y de todos los habitantes de la tierra. En cuanto a su pregunta, le diré que considero la democracia como el sistema de gobierno más justo, aunque para ello es necesario que se den circunstancias apropiadas de sensibilidad y educación del pueblo, pues de no ser así y estar las gentes impulsadas, en su mayoría, por cualquier tipo de fanatismo, puede convertirse en el peor sistema, y así nos lo han demostrado acontecimientos sufridos por la Humanidad .

Después continuó, procurando ceñirse a su particular peripecia, que creí interesante aunque me decepcionara en principio el asegurarme que desde la primera guerra mundial  nunca volvió a ver al dictador. Continuó su relato:               

   -Un día se presentó en mi casa un hombre que dijo llamarse Ulrico Humbold e ir en nombre del Führer. Hitler, que al parecer me recordaba y había sido informado por su eficaz servicio de inteligencia, me enviaba su saludo y pésame por la muerte de mi padre -para gloria de la Patria, dijo aquel hombre-, y me pedía, teniendo en cuenta mi fama en la profesión, que fuera su sastre. Lo que pude comprobar es  que no habían averiguado sus espías que yo había huido de aquel frente en que estuvimos juntos, quizá creyendo el dictador que había sido hecho prisionero por el enemigo, y a eso se debía mi misteriosa desaparición. Explicó el enviado que necesitaba con urgencia un traje de paisano, dentro de las formas y estilos de la última moda americana -según modelos vistos en el cine, vestidos por actores famosos- para acudir a una importante entrevista con los jefes de los Estados más representativos del mundo.

Tendría que venir, o ir yo a su residencia, para tomar medidas y hacer pruebas, le contesté algo alarmado en mis interiores.

 -No será necesario, yo soy igual que él y estoy a su disposición-, contestó. No me había fijado con atención en el visitante y empecé a observarlo minuciosamente. Era del mismo tipo, igual estatura, los mismos movimientos que había visto en documentales cinematográficos... Empezó a reír a carcajadas al descubrir mi interés y mi asombro y, quitándose unas gafas de cristales negros que llevaba, dejó  ver un rostro igual al del dictador, en el que sólo faltaba el bigote característico...

   Recibí varias veces a aquel doble que, sin lugar a dudas, mediante la puesta de un bigote postizo, reemplazaría al Führer en misiones de peligro. Una vez terminado el traje, se lo llevó pagándome el precio exigido.

  Pasaron varios años sin que volvieran a ser solicitados mis servicios, sintiendo yo un gran placer con el olvido, pues mi angustia iba en aumento al ver la marcha de mi país manipulado por el Partido, camino de la locura de otra gran lucha.

  Llegó la guerra, y a los pocos meses presentose de nuevo en mi casa Ulrico Humboldt diciendo que por orden de Adolfo Hitler se me nombraba su sastre oficial, debiendo confeccionarle todos sus uniformes, haciéndome saber que aquello era un gran honor para mi, y al día siguiente llegó un asesor con instrucciones y fotografías. Me hicieron poner un gran retrato en los talleres, desde el cual los ojos del dictador parecían vigilar toda la tarea de hacerle múltiples uniformes de campaña y de lujo, correspondientes a los ejércitos de tierra, mar y aire.

    Aquello atrajo a otros muchos jerarcas que también me encargaban  su vestimenta. No podía negarme; en la mirada altiva de sus ojos había relámpagos de ira ante la más leve insinuación de no poder aceptar el encargo. Hasta se me amenazó por algunos oficiales de baja graduación con llamarme a filas si no justificaba con mi labor que era útil al III Reich. Tuve que ampliar la plantilla de trabajadoras, ya que los hombres estaban todos en la guerra. Al fin decidieron que también me ocupara en confeccionar las banderas y hasta los lábaros que, a imitación del Imperio Romano, portaban las legiones.

  Me acostaba rendido por el cansancio y cruzaban por el sueño desfiles militares; un laberinto de trincheras con seres moribundos, montones de ropa de soldados agujereada y empapada en sangre, un clamor de muerte alzado de campos de concentración con largas colas de seres humillados y famélicos. Me despertaba a veces de un sueño con disparos, con el taconeo arrogante de los jerarcas... Eran años de triunfo, de euforias militares ante el avance arrollador de las tropas que se habían  apoderado de casi toda Europa y avanzaban victoriosas por la inmensidad de Rusia. Con la ayuda de Italia y la decisión japonesa estaba ardiendo el mundo.

Meditó largo tiempo con un gesto trágico, y rompió su silencio, continuando el relato: 

 -Lo peor fue el día en que se presentó Ulrico Humboldt con el rostro resplandeciente. Dijo que el Führer había ordenado que se ampliaran mis talleres, pues era necesario hacer muchos miles de uniformes, con paños de lujo, para la tropa, pues estaba próximo el magno desfile de la Victoria, el triunfo definitivo del Reich.

    Me sentí desfallecer. Aquella noche, al quedar solo pensé en un intento de evasión. El taller olía a batalla. Estaba en una nave construida últimamente sobre un enorme solar aislado, separada de edificios cercanos. Decidí quemar la nave e inmolarme entre sus cenizas. Había caído desmayado sobre un gran montón de fardos con telas militares que en mi transitoria locura veía perforadas por disparos, empapadas en sangre humeante.      Yo amaba la vida; cambié de opinión...                                  

   Provocaría el incendio con la tranquilidad de saber que no se extendería a otros edificios, pero huiría por segunda vez hacia el cobijo de mi familia de Salzburgo. Quizá creyeran que había desaparecido carbonizado por el fuego... Fui a mi casa en busca del disfraz de campesina alsaciana, maquillé mi rostro y mis manos; me asombraba al no reconocerme en los espejos. Volví al taller, en el cual había verdaderas montañas de tejidos. Descolgué el retrato del Führer y en gesto de burla y locura, con jubilosa travesura, le besé los labios antes de prenderle fuego y arrojarlo sobre las ropas. Todo ardería lentamente mientras yo huía. Tuve suerte; busqué la carretera por donde podía llegar hasta Austria, e hice señales de stop a todo vehículo que pasaba. Al fin me montaron en la caja de un camión lleno de soldados borrachos. Reían del anacronismo de mi vestimenta y hasta alguno pellizcó el relleno de mi trasero. Fueron muchas horas disimulando, aguantando bromas y crueldades. Al fin la borrachera los dejó dormidos.

  Para qué contar todo el laberinto de dificultades que pasé desde que me dejó el camión hasta llegar a la casa de mi familia que, claro está, eran hijos de los que me acogieron en 1918. Hubo un recibimiento afectuoso y una adaptación perfecta: aún tenían el habitáculo subterráneo en que había estado al desertar de la primera guerra, y empecé a utilizarlo ante el más leve síntoma de peligro.

  Conocí a una familia que también andaba escondida e intimé con ella. Eran  franceses de la Costa Azul, y habían llegado hasta allí arrastrados por las sinrazones de la guerra. Habían tenido costumbres nudistas y estaban enfermos de añoranza al recordar sus playas perdidas. Ellos me inculcaron el gusto por la desnudez y la naturaleza. Deseaba huir hasta un sitio desierto, con horizontes infinitos, en donde el clima permitiera no ir vestido; había llegado a odiar cualquier vestimenta. Provisto de mapas y enciclopedias empecé a estudiar la situación de pequeñas islas lejanas, a donde poder escapar cuando acabara la guerra. Sentí predilección por algunos archipiélagos del Pacífico; quizá tan sólo porque el nombre de aquel océano era tan contrario a la situación del mundo, y coincidía con mis sentimientos. Sin mucho pensarlo elegí el lugar: Tau, una pequeña isla de la Polinesia. Así tendría limitación geográfica para mis sueños de futuro.

  Como era de esperar, empezó a oscurecerse la estrella de Adolfo Hitler. Yo nunca había creído que se cumpliera la gran injusticia que sería para el mundo su victoria. Tendría que intervenir Dios junto a la buena voluntad de gran parte de la Humanidad. Al día siguiente del desembarco de los aliados en Normandía, precipitando el final del conflicto, pude ponerme en comunicación con el representante de una casa de modas en Nueva York, con el que estaba en relación antes de la guerra. A los pocos meses viajé a Norteamérica y desde allí vine en busca de mi isla...”

                       

        Quedó serio Sigfrido Waldeck en los finales de su relato, con la mirada perdida en el horizonte purísimo del océano. Nos mantuvimos largo tiempo en silencio. Llegó su esposa, sentándose en la arena a nuestro lado. Nos colgó del cuello sendas guirnaldas de flores rojas. Admiré su serena belleza. Seguimos en silencio; quizá él sumido en sus recuerdos, yo repasando mentalmente las etapas del extraño relato.

  De pronto la mujer se levantó y entonó un cántico con sones primitivos, de insólita hermosura. Fue entonces cuando vimos en la lejanía un gran pájaro que, como salido del mar, volaba hacia nosotros. Pasó sobre nuestras cabezas. Era una gaviota no conocida, de colores brillantes, casi luminosos. Nos levantamos para seguir su vuelo hasta verla perderse por los últimos contornos de la isla, como un gran símbolo de libertad elegida.

 

 

 

 

Página Oficial del Poeta

Julio Alfredo Egea

www.julioalfredoegea.com