PUESTA DE ALBA Y QUINCE HISTORIAS DE CAZA.

Julio Alfredo Egea

"Gráficas Piquer". Almería, 1996

El pájaro ciego

 

                                               Tanto el relato elegido, como los demás que componen el libro, son historias que recoge el poeta, basados en su experiencia y pasión cazadora, siendo tan sólo ficticio el último del libro, que  le da título: “Puesto de Alba”, aunque sea consecuencia de los conocimientos del autor sobre la caza.                                 

 

E L    P Á J A R O   C I E G O

 

Entraba yo de niño en su fragua lleno de temores pero fascinado, porque aquel sitio era uno de los lugares mágicos del pueblo. Mandanga, el herrero, como un ser de otros mundos, de la prehistoria de otros mundos, ejercía para mi de brujo alucinado; de acá para allá iba flotando en una nube de chispas de fuego, entre candentes rejas de arado, los ojos en elocuencia de locura, resaltando su brillo en la faz tiznada.

Vivía solo el herrero con una anciana madre que yacía inmóvil en un cuartucho contiguo al taller, amorfa y derrumbada, saliendo a veces una voz agria de protestas de aquel enmarañado montón de crespones.

Trabajaba solo el herrero, como si oficiara un rito, obligado por urgencias. Manejaba los fuelles y el soplido poderoso avivaba carbones en contacto con los hierros. Saltaba hacia el fuego provisto de tenazas, llevaba la herramienta deteriorada hasta el yunque y la martilleaba ferozmente hasta que era endurecida por el frío, y vuelta a empezar en una danza ininterrumpida, orlada de estrellas efímeras.

 Llegaba un campesino solicitando su labor, esquivando el apodo que le había puesto el pueblo ironizando en contradicciones, y lo llamaba maestro. Esta palabra hacía cambiar su rostro despertando sonrisas de altivez, sintiéndose situado en una aristocracia del trabajo. En realidad tenía raras habilidades para hacer florecer los hierros en su forja, para lograr exactitudes, y el creía en el prodigio de su labor.

Tenía el Mandanga una pasión casi clandestina, la única actividad que a veces lo apartaba de fatigas fragüeras y que era fácil de adivinar al oír la música de los pájaros de perdiz y descubrir los jauleros colgados por los más oscuros rincones del taller.

En todas las primaveras, buscando el amanecer, abandonaba madre y trabajo y salía andando hacia la sierra, jaula a las espaldas, terciada el arma, envuelto en asperezas de la manta, cobijo y disimulo. Salía como obligado a cumplir un rito en necesario encuentro con la naturaleza. Estaba orgulloso de haber construido su escopeta, aprovechando cañones y alguna otra pieza de viejos retacos, completando el arma con habilidad e inventiva, aunque los fallos eran inevitables. Cada disparo constituía una aventura. Por la imperfección de los ajustes la pólvora negra intentaba escapar y, a veces, un leve fogonazo le quemaba las cejas, le producía pequeñas quemaduras en la mejilla, ahumaba su rostro..., pero él seguía firme en sus orgullos por la fabricación de aquella arma, producto de la pobreza y la clandestinidad.

Lo conocía de asomarme a la fragua y después, ya muerta su madre, cuando yo estaba en edad de acompañar a mi padre en algún trasnoche cortijero, lo conocí en sus giras serranas, pues al quedar solo iba a algún puesto de tarde, con intención de quedarse  a dormir en los pajares del cortijo y aprovechar el alba, sin la caminata que suponían los diez kilómetros al pueblo, entre ida y vuelta.

Aún no era el tiempo de los acotados pero había cierto respeto a la propiedad y los intrusos, esquivando caminos y cortijo, cazaban a escondidas. El Mandanga daba la cara  y era aceptado, como limosna a sus desventuras y soledad, pues a veces llegaba con naturalidad, como si hubiese sido invitado, y otras con sumisiones y bochornos, como mendigo de la caza.

Llegaba a veces entrada la noche y golpeaba la puerta con timidez, demandando hospitalidad. Redimido del cierzo y la llovizna, liado en la larga manta mojada; se sentaba junto a la lumbre avivada por un gozo de hiniestas para quitarle el frío que había agarrado en la humedad del tollo. La cortijera, compasiva, le acercaba un tazón de leche de oveja con sopas de pan recién amasado por  ella. Agradecía con ojos alegres bajo la visera mugrienta de la gorra. Reconfortado, repasaba las miradas interrogantes y se sentía obligado a contar la aventura de la tarde, que generalmente no era buena. Su habilidad en el trabajo de los metales no se correspondía con sus actuaciones cazadoras: era torpe, con torpezas que provenían de su natural nervioso, casi siempre, uniéndose a esto los fallos de su escopeta de gatillos o las deficiencias de la munición. Con niebla de lástima en los ojos contaba las desventuras: el ganado le espantó la perdiz cercana al hacho, el pájaro quedó acobardado por un águila inmensa que se lo quiso llevar, el pistón del cartucho, que él recargaba, hacía un ruido largo antes de prender la pólvora, alertando a la perdiz que se levantaba en huida al tiro; el macho tocado de pechuga que se había ido muerto, perdiéndose entre la niebla y el matorral; no había oído volar después del disparo, pero cuando se disipó la nubecilla de pólvora negra no estaba la perdiz derribada... Los lances desafortunados eran infinitos y los contaba con un dejo amargo de fatalidad. A veces renegaba de su condición cazadora y murmuraba entre irónico y compungido una copla pensada contra los que lo iniciaron en la afición:

 

El canalla de Ignacio

y el sinvergüenza de Tachín,

tienen culpa que me vea

por estos montes así."

 

Ignacio era un carpintero cazador que yo conocí, del otro personaje no tengo memoria.

Raramente venía el Mandanga con una o dos perdices colgadas de los ganchos de la jaula. Cuando esto ocurría llegaba con el rostro iluminado, los ojos traspuestos en despertares de ensoñación. Las mostraba como trofeo único y las acariciaba largamente mientras iba contando con detalle el trascurso de la tarde, en que el reclamo había cumplido espectacularmente, había sido protagonista victorioso.

Después de aquellas breves veladas, pensando en el madrugón del alba se apagaba la lumbre, se sacaban colchones a la cocina para que durmieran los cazadores amigos, junto a la cálida chimenea recién sofocada, y el Mandanga marchaba a los pajares con su manta seca, para envolverse en el bálago y recrear en el sueño una buena tarde o intentar olvidar su fracaso, y salir buscando el amanecer por el lindero de los sembrados, solitario y feliz , hacia la ilusión de un nuevo puesto.

Una de las noches que llegó al cortijo, después de andar perdido por la bruma y la noche, habiendo pateado muchos canalizos y lomas, traía los ojos espantados y un extraño relato que fue brotando de sus labios con un murmullo de temores: había visto en un llano, en intervalos de media luna velada por la niebla, una congregación de seres fantasmales envueltos en largas capas..., y había huido del lugar en acoso de miedos.

Al día siguiente aclaramos aquel misterio: por el lugar en que dijo tener las pavorosas visiones habían tirado días antes una gran mula muerta y, seguramente, una bandada de buitres leonados que había acudido al banquete, sorprendidos por la noche y ahitos, con muchos kilos de carnaza en el buche, no habían podido volar hacia sus altos dormideros; lo pensamos a otro día, cuando vimos los vuelos circulares de los carroñeros sobre la bestia muerta. Nerviosos debieron pasar la noche en el lugar no deseado, provocado su descuido por gulas desmedidas, correteando e intentando abrir sus alas ante la proximidad del cazador, cual seres fantasmagóricos deformados por las tinieblas del miedo.

 En los corrillos de cazadores, por las tabernas del pueblo a las que nunca acudía el Mandanga, se hablaba de un atardecer en que éste había dejado ciego a su mejor reclamo, de una perdigonada o de un rechazo de chinorros por la inmediaciones del tanganillo. Estuvo días cerrada la fragua y encerrado el fragüero en soledad de duelos.

Yo había oído hablar de otro pájaro ciego que había tenido Antonio el de Rufino y Luis el Juez, cuñados entre sí y primos de mi padre, y que a pesar de su total ceguera siguió respondiendo al impulso de su sangre, y daba puestos magníficos, acrecentando músicas y decires seductores, como necesitando aún más la compañía de las campesinas.

Pareció volver la normalidad al mundo del fragüero, repartido entre el trabajo y la caza, y un anochecer resultó por el cortijo de vuelta de un tollo, con dos pares de perdices muertas pero entristecido y lloroso. Según dijo, el pájaro, cicatrizadas sus heridas, le había dado el puesto más fantástico que nunca pudo soñar, pero viendo sus cuencas vacías, el ademán de llevar las patas al lugar que ocuparon los ojos, como para quitarse tinieblas, sus desesperadas vueltas en la jaula...,no había disfrutado con los tiros que, por una vez habían sido certeros. Y explicaba esto llorando en silencio, ocultando el llanto con la manta echada sobre la cabeza, en derrumbe de pudores. Y añadía: -Es como si uno no pudiera ver más a las muchachas, a los niños jugando, al vuelo de los pájaros, a la puesta del sol...

No quiso el tazón de leche que le ofrecían, renunció a dormir en los pajares para esperar el alba, y se perdió en la noche caminando hacia el pueblo. Nunca más volvió por la sierra. A veces me asomé a la fragua. En un rincón oscuro cantaba el pájaro ciego, y él envolvía su soledad en una nube mágica, en un chisporroteo de metales heridos y de melancolías.    

 

 

 

 

 

 

 

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Julio Alfredo Egea

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