LOS REGRESOS. Julio Alfredo Egea Editorial "Cajal". Almería, 1985 |
“Yo en un manicomio entré
y vi a una loca en un patio
que le estaba dando el pecho
a una muñeca de trapo”.
(Fandango que cantaba Alberto en los anocheceres de la siega).
Yo no sé quien se empeña en disfrazar las mariposas
cuando un negro llora en las esquinas de Cambridge.
¿Quién apuñaló al Niño Jesús mientras un tal Rubens
quedaba el último de clase porque aún creía en los Reyes Magos?
¿Quién creyó ver un piojo ibérico en la cabellera de Margaret Thatcher?
Las acomodadas ardillas del Hyde Park me irritan
y pienso en el proletariado de ardillas de la Sierra de María
buscando el único piñón de la cosecha.
Me decía Mary la guineana, durante el cambio de guardia:
- No se advierte el bufido militarista, son como niños, parece como
si no hubiera generalitos.
Alberto, paisano, ¿estás apretando el mismo tornillo desde el año 39?
Aún nos queda la huella de tu pañuelo rojo
cuando saliste aventado por el viento de Franco.
Te traigo aquel patio de Chirivel donde tu madre repartía el gazpacho
desde un lebrillo color caramelo, y tú, en el descanso de las hoces,
dejabas el último sudor en los anocheceres del fandango.
¡Qué tiempos de cebolla y remiendo, querido Alberto!
No siento verte convertido en un lord,
brindando con whiski escocés en Nochebuena,
compartiendo una casa de campo con un tal William Clopton,
olvidado de aquel terrible fandango en que una loca daba el pecho a una muñeca.
Lo que siento es que has estado apretando el mismo tornillo
durante cuarenta y seis años, mientras en Chirivel generaciones de jilgueros
poblaban el esplendor de los saúcos y el campo se enlutaba sin tus voces.
Espérame, Patricia, escribe las postales de Westminster a tu madre,
mientras me compro un bombín en Picadilly Circus
para saludar a los cuervos.
Londres, otoño, 1980
Hay días en que uno puede
sentirse solo sin que los alisios
traigan rumor de gesta o cataclismo;
el fuego con el mar hace las paces
y una lengua feroz queda en conversa
vela sobre esmeraldas, y una ola
se hace amante del humo, sin escrúpulos,
y el malpaís del alma se remansa
con el recuerdo de tus muslos densos,
amada de mesones y caminos
frente a mi pecho en erupción constante,
cráteres con magnolias inmoladas
aquella tarde, inevitablemente,
ahora seno lunar en el recuerdo.
Hay días en que uno puede
ser archipiélago, repartir las brasas
hasta hacerlas vellón, dar al olvido
todo el tinglado de tus maquillajes,
quedar sobre un cantil sólo en frontera
de espejos y gaviotas, levemente
introducirse en los jameos del agua
y retornar de verdes enjoyado
en plenitudes y renacimientos,
capaz para un rescate de cometas
perdidas en la niebla, de latidos
escapados de pronto como pájaros,
de aquella flor de tactos por el pecho
con el tamaño justo de tus labios.
Hay días en que uno puede
remontar esqueletos, abrir alas
sobre la ancianidad del Timanfaya
y sin quedar herido refugiarse
en la pupila mansa de un camello
y desde allí sentir que se reduce
la erosión de las manos y que vuelve
un calor de jilguero o un contacto
virgen de caracola o el inicio
de un amor escondido en la ceniza
adolescente y puede
volver un fuego, pabilo de infancia,
posible plenitud de llamarada
en la alucinación de los regresos.
Hay días en que uno puede
situarse en una estirpe de geranios,
sentir como un cordón umbilical
de aromas que atraviesa
oceanías y montañas,
cicatrices y olvidos,
aliento evaporado,
verso, beso, borrasca
barredora, y de pronto
acariciar arenas enclaustradas
por un collar de piedra
y sentir en las manos
que sigue fiel el germen y la vida.
Lanzarote, primavera, 1982
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Julio Alfredo Egea