LA RAMBLA.

Julio Alfredo Egea

(Antología biográfica).

Colección "Biblioteca General del Sur". Caja Granada, 1989

Introducción

El proyector         

 

LA RAMBLA es una Antología Biográfica que recoge, a partir de recuerdos de niñez, memorias de las diferentes etapas de la vida del escritor, de su trayectoria humana y literaria, con amplia noticia de sus temas preferidos y desarrollados, incluyendo poemas o relatos relacionados con cada tema.

Como muestra del texto se recoge aquí una breve introducción a la obra, y un relato de su memoria de niñez, inspirado en circunstancias de la guerra, en cierto modo biográfico, en muchas de sus partes, aunque con camuflajes y adiciones de experiencias ajenas, fiel a aquel ambiente y permanente en sus recuerdos de niño sumergido en el descubrimiento de la crueldad.

 

INTRODUCCIÓN

 

La vida como una rambla, como aquella rambla de mi niñez; a veces desolación de sequías, a veces el gozo de la lluvia. Un concierto de trinos por sus riberas, una voltereta infantil en su arenal, una torrentera de furias estériles, el ensayo de un lírico riachuelo por sus cauces...

No preguntadme por qué he escrito este libro, no lo sé. Empecé una tarde a recordar mi niñez; intenté contarle a mis amigos mis pecados líricos, mis situaciones esperpénticas, al borde de la payasada, para invitarlos a la sonrisa, a la risa tal vez, y acabé poniéndome serio, refugiándome en mis propios versos, por un itinerario de esperanzas y llantos.

¿Es éste un libro biográfico? Supongo que es un libro al margen de dogmáticos sistemas biográficos, hijo  legítimo del gran anarquista que hay en mi.

Octavio Paz ha dicho que los poetas no tenemos biografía, tan sólo poemas. Yo también lo creo así, nuestra verdadera biografía son nuestros poemas.   

 

E L   P R O Y E C T O R

 

Para darle a la pared más blancura extendimos sobre ella una sábana de la cuna de mi hermana pequeña. Íbamos a abrir la puerta de un mundo nuevo; estrenábamos el pequeño proyector de cine que nos habían mandado aquellos hermanos de mi madre que antes de nacer yo habían marchado a Barcelona, y de los cuales llegaban cartas que mi madre leía en la cocina, limpiándose las lágrimas con el mandil. Cartas que hablaban de humos y cansancios, de añoranza de horizonte con espigas.

Mi padre volvía del campo y encontraba a mi madre llorosa, con el papel rayado, con temblor de letras torpes entre las manos, y siempre exclamaba ¡dichosos ellos!, y madre lo miraba seria y hablaba de habitaciones tremendamente vacías, del dolor de un deshabitado viento a su lado.

Un día llegó aquel paquete misterioso y fue un acontecimiento en la casa, y todos nos reunimos mientras mi padre rompía el papel crema del envoltorio con su nombre muy claro, escrito en letras rojas, y cuando apareció aquella extraña caja oscura, con misteriosas ruedecillas brillantes y manivelas primorosas, todos nos emocionamos, y la hermana pequeña hacía esfuerzos por subirse a la mesa para participar en el acontecimiento, y mi padre daba largas chupadas a la pipa cargada de tabaco verde, sin saber por donde tocar aquel artefacto, y mi madre nerviosa, dulce, ligera, iba de acá para allá, -¡no nos olvidad¡ ¡no nos olvidan!- entre la sonrisa y el llanto.

Fue don Pedro, el maestro, quien nos explicó la manera de hacerle funcionar; él mismo instaló en la cocina un enchufe eléctrico y nos adiestró en la manera de colocar la cinta y en darle a la manivela despacito, muy despacito. Ya sólo faltaba esperar la noche, pues en nuestro pueblo sólo había dos horas de mala luz eléctrica –para hacer la cena, decían- producida por un viejo motor que funcionaba con cáscara de almendra, gas pobre llamaban a eso, y esta denominación producía en mi una sensación de desamparo, sobre todo desde que me llevaron a la ciudad para hacerme la fotografía de primera comunión y vi el esplendor de las calles iluminadas, y en la pensión no podía dormir viendo la luz que entraba por la ventana durante la noche.                        

Pusimos una sábana de cuna sobre la pared, como ya he dicho, y metimos en la habitación todas las sillas de la casa. Allí estaba don Pedro y su mujer que era valenciana y no había dios que la entendiera, mis dos hermanas con la ilusión en los ojos, sobre todo Rosa que era muy soñadora y siempre esperaba fantásticos aconteceres; Tomasín el del herrero; Juan, el hijo del Risícas; Manolito Espín..., vamos, todos los amigos, una multitud de amigos con los que compartía las pesadas horas de escuela y las felices horas de pájaros, y aquella niña rubia, amiga de mis hermanas, con la que soñaba todas las noches y a la que no podía mirar de frente sin echarme a temblar. 

Cuánta felicidad sentí cuando don Pedro me puso frente a la sábana para que le diera a la  manivela despacito. Me sentí importante junto a la niña del cabo, que vino hacia mi lado corriendo hasta rozarme con sus trenzas, hasta envolverme con sus olores de primavera.

 Apagamos la luz, se iluminó la sábana  y apareció un ser humilde y dulce, caminando por un largo camino.  –Es Charlot, dijo don Pedro, ese es Charlot -. Todos reímos con la agilidad torpe de su paso.

 Iba Charlot por el camino, sonriéndole a las flores, con pasitos de pájaro, jugando sus manos con el bombín, con el sombrero hongo como resto, como símbolo de felicidades perdidas. El camino tenía árboles como los que adornaban la plaza del pueblo, creo que eran acacias, ese árbol predilecto de los jilgueros, en el cual se hacía difícil encontrar los nidos blanquísimos construidos con lana perdida a las ovejas al enredarse en el aliagar de las lomas, porque estaban camuflados entre largos racimos de flores blancas.

De pronto apareció por el camino una mujer bellísima, pálida y hermosa, que sonreía a Charlot invitándolo a que abandonara su vagabundez solitaria. Charlot alzaba ceremonioso su sombrero y sonreía feliz cuando ofrecía su brazo  y continuaban por el camino, muy unidos, en un acelerado -pensé que por la dicha que hacía galopar sus sangres- paseo de enamorados. Se sentaron en un banco y sus gestos eran un hermoso poema de felicidad. Yo miraba de reojo a Amparito que tenía sus bellos ojos azules húmedos de emoción, y soñaba algún día estar junto a ella, sentados en el banco de un largo camino solitario, un camino largo como la vida, para andar juntos. Pensé en mis palomas apareadas que pasaban el día arrullando, en una persecución gozosa; en los chamarices del huerto que cuando estaban haciendo nido en el olmo, quedaban quietos en su vuelo, como suspendidos en el aire, crecidos en su pequeñez, con un trino que inundaba la tarde; en el concierto de las perdices ocultas en el trigal, que había oído cuando iba con mi padre a comprobar el esperanzado crecer de la sementera.

Para mi, el hermoso lenguaje de gestos de Charlot y su amada, era igual que el arrullo de mis palomas, que el trino del chamariz parado en el aire, que la llamada de las perdices en primavera; el único lenguaje que ennoblecía a todos los seres de la tierra, y que, pensaba yo con mis diez años recién cumplidos, era un idioma universal e indispensable por el cual era hermosa la vida.

Apareció de pronto por el camino un ser enorme, un hombrón siniestro de mirada agria que avanzó hacia los enamorados, y que cogiendo a Charlot como a un triste muñeco desvalido lo golpeó ferozmente, derribándolo. La mujer corrió a ocultarse detrás de un árbol, y desde allí asomaba su rostro lloroso e implorante, y en la mirada de Charlot caído estaba la tristeza de todos los seres humillados del mundo.

Fue entonces cuando en la calle, rompiendo brutalmente el silencio de aquella noche de verano, sonó un disparo y se oyó ruido de gentes corriendo, gritos y voces desgarradas y terribles. Fue estrepitosa y rápida la desbandada, los niños salimos veloces hacia la calle, desoyendo la llamada de mi padre que una vez recuperada en parte su habitual serenidad, intentaba no dejarnos salir. Don Pedro repetía exaltado -¡tenía que llegar, tenía que llegar! – mientras su mujer gritaba algo en un lenguaje ininteligible.

Fui hasta el quicio de la puerta y miré a la calle mal alumbrada. Vi cruzar un coche negro y por una de sus ventanillas, con medio cuerpo fuera y una pistola amenazante en la mano, vestido con su traje de todos los días pero con un casco militar en la cabeza, reconocí a aquel secretario del Ayuntamiento que había venido meses antes del norte y que representaba, según había oído en conversaciones que no entendía bien, a no sé qué partido político. Vi correr en tumulto a los segadores que días atrás llegaron de Levante, como en años anteriores, buscando el jornal en estas tierras de cosecha más tardía, después de haber acabado la siega en su comarca. Los vi perderse calle abajo, con sus zahones de lona remendada y los grandes sombreros de paja sombreando sus miradas entre el miedo y el odio. Vi pasar al padre de Amparito y a otros guardias civiles, veloces, con las armas dispuestas, mientras grandes llamas salían por las ventanas del cuartelillo que estaba en el parte alta de la calle, junto a la plaza. Todo fue una visión momentánea y terrible para mis ojos de niño, quedando interrumpida cuando mi padre me arrancó de la puerta, sintiéndome arrastrado por su mano poderosa hasta el interior de la casa.

Excitado, como dislocado por tremendos asombros, empecé a correr de unas habitaciones a otras. En el dormitorio mi madre lloraba, rezando de rodillas junto a la cama, y mis dos hermanas estaban sentadas en el suelo, abrazadas y temblorosas, sin comprender que inicio de cataclismo llegaba a nuestras vidas desde aquel disparo en la noche. Mi padre se había derrumbado sobre una silla del pasillo, y estaba con la cabeza entre las manos y sobre las rodillas su escopeta de caza. Pasé a la cocina y pude llegar hasta el proyector, apartando aquel montón de sillas caídas. Antes de desenchufarlo miré a la pared. Allí estaban los personajes inmóviles de aquella cruel escena interrumpida por el estampido sordo de un disparo. Allí estaba Charlot  pisado por aquel hombrón terrible, con sus ojos mansos como dos manantiales de dolor y de asombro.

Aquella noche no pude dormir, dormía a intervalos, alternando pesadillas con reflexiones elementales producidas por el choque violento de mi inocencia con la terrible realidad que acababa de descubrir. Aquella noche crucé un pórtico decisivo, desde un mundo feliz de juegos y pájaros hasta el inicio de largos días de llanto y desamor. Vi en sueños a la hija del cabo enlutada, por un camino solitario, como si los años hubieran pasado de repente por su hermoso rostro de niña, como envuelta por una niebla de vejez. Pasados pocos días  este sueño se hizo trágica realidad y tuve noticia al ir con mi madre casa de una familia en donde se había refugiado la familia del cabo, y encontré a Amparito tal como la había soñado, pálida y enlutada, quebrada su sonrisa como un metal precioso, y en aquel revuelo de saludos y lamentos, venciendo mi timidez apreté sus manos con las mías y sentí la impresión de tener entre ellas un pájaro muerto. Después supe que su padre había caído mortalmente herido, aquella noche inolvidable, en las calles altas del pueblo.

En el sucesivo, trágico acontecer, fui aprendiendo lecciones de desamor y siempre estuvo presente en mi el recuerdo de aquella noche inolvidable, como el de aquel día en que, queriendo regresar a mi mundo perdido, me fui a la rambla a cazar pájaros y puse los espartos untados con liga en el hilillo de agua que nacía entre los saúcos. Cuando ya me decidía a volver con la jaula llena de pajarillos inquietos, apareció Casimiro por entre las bardas. Aquel mocetón alegre tenía la mirada torva y distinta...; se avalanzó sobre mi cruzándome el pecho con una cuchilla de afeitar mientras gritaba -¡fascista!-, y se fue corriendo con una carcajada escalofriante. Quedé derribado en la arena pensando que no era Casimiro, que era un cruel viento llegado de los infiernos lo que me había herido. Y aquella palabra... ¿qué significaba fascista?, ¿ por qué me lo decía a mi? Me incorporé apretándome el pecho, la blusa rajada, el arañazo del que brotaba sangre, y sin saber por qué me fui hacia la jaula de pájaros enloquecidos y les abrí la puerta. Un chorro multicolor de plumas se disparó hacia el cielo y algunos jilgueros y verderones frenaron la escapada y se pararon entre las ramas de una mimbrera próxima, trinando, como agradeciendo su libertad, mientras regresaba a mi casa con la jaula vacía, con la herida apretada, hasta ser cobijado por la mirada dulce, intentando disimular sorpresas y terrores, de mi madre. Días después me llevó  -no digas nada, hijo- a una cueva de las afueras del pueblo, con la puerta casi tapada por matojos y tierra. Allí estaba oculto don Anselmo el cura, y en aquellos momentos decía misa. Estaba envejecido, con presentimientos de muerte en los ojos, y el latín de sus labios era como un lamento. Un grupo de gente, sobre todo ancianos, seguía la misa, y ayudaba Nicolás el pastor, y cuando tocó la campanilla sonó sorda, sin aquel sonido de cristales rotos, y supe que tenía el badajo envuelto en trapos  -para que no se oiga afuera, decían- y la gente rezaba con palabras apagadas por el miedo. Yo pensaba en la alegre escapada de mis pájaros, en las campanas enmudecidas de la iglesia, en aquella campanilla amordazada, y por primera vez desde aquella noche, por todos los dolores pasados y los dolores presentidos, empecé a llorar, y tuvo que sacarme mi madre a la calle y llevarme abrazado hasta la casa por oscuros callejones desiertos, y aquella noche dormí sobresaltado, despertando a cada instante por la sorda voz de la campanilla.

Después se fueron sucediendo desgracias y ferocidades: murió don Anselmo atado y arrastrado por un camión, envuelto en ladridos de perros callejeros; se llevaron a mi padre al frente y mi madre andaba como sonámbula por la casa, con una escarcha perenne en las pupilas... Un día llegó un camión de hombres violentos, prendieron una gran hoguera en la plaza con las imágenes y los retablos de la iglesia, y a otra madrugada se marcharon llevándose a casi todos los hombres que quedaban en el pueblo, muchos de los cuales nunca volvieron.

Un día se inició la esperanza transmitida por radios clandestinas y voces secretas. Nos hicieron pensar que más allá del terror cotidiano de nuestro pueblo, una legión de arcángeles, un bando de seres puros y generosos avanzaba con sus espadas de justicia para liberarnos definitivamente. Hasta aquí podíamos oír sus himnos desde emisoras distantes, en los escondidos graneros, en la clausura de las bodegas; sus himnos que hablaban de amaneceres, de una cosecha decisiva de rosas.

Un día volvió mi padre cansado y enfermo. Nos dijo que aquellos arcángeles soñados no tenían alas, que él había visto en pueblos ocupados las mismas huellas del odio y de la muerte. Mi padre traía un librito en la mochila, era un libro de versos que se titulaba Romancero  gitano y que le había dado un oficial de su compañía. Mi padre lo leía en voz alta, emocionado, con los ojos húmedos:

 

“Compadre, quiero morir

decentemente en mi cama,

de acero, si puede ser, 

con las sábanas de holanda.

¿No ves la herida que tengo

desde el pecho a la garganta?”

 

Después nos dijo que aquellos versos eran de un poeta que habían matado en la otra zona y que se llamaba Federico. Yo no sabía bien lo que era un poeta y se lo pregunté después de alguna de aquellas lecturas en familia, cuando se abrían ante mi ventanas a un mágico mundo de palabras hermosas. Mi padre me dijo que a él le parecía que un poeta era algo así como un novio eterno de los seres y las cosas, y yo no comprendí muy bien pero pensé que no debía matarse a ningún hombre pero mucho menos a los que ejercían un oficio de amor.

Cuando hablaron de paz y entraron en el pueblo soldados  con un revuelo de himnos y banderas, había gente que intentaba recuperar la alegría. Yo perdí para siempre una esperanza, aquel sueño infantil con llegada de arcángeles, y volvió el recuerdo de aquella noche, de aquel primer renglón de todos los dolores, de todas las historias que cruzaron mi niñez desconcertada, y seguí viendo los ojos mansos y humillados de Charlot pisoteado por aquel hombrón siniestro, en la película interrumpida en aquel anochecer del dieciocho de julio de mil novecientos treinta y seis.                                               

 

 

 

 

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Julio Alfredo Egea

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