EL SUEÑO Y LOS CAMINOS.

Julio Alfredo Egea

Edita Instituto de Estudios Almerienses.

Excma. Diputación. Almería, 1992

El Cardenal acatarrado

 

EL SUEÑO Y LOS CAMINOS es una Antología de cuentos que recoge relatos del autor, desde sus principios de escritor, en los años cuarenta del pasado siglo, hasta la fecha de publicación de esta obra en, 1992. Casi todas estas narraciones fueron publicadas a lo largo del tiempo, con anterioridad, repartidas por revistas, periódicos o antologías con otros autores. Fue propuesta su edición por José Domingo Lentisco, director de “Revista Velezana”,  de  su  comarca  almeriense  de  Los  Vélez,    llevando un prólogo -verdadera glosa creativa- de su gran amigo y comentarista Juan José Ceba.

 

EL  CARDENAL  ACATARRADO

 

Desde que Monseñor Tamborini había decidido residir en aquella villa próxima a Roma, actual convento de clarisas, donada hacía muchos años para tal menester por una señora que decía ser parienta de los Médicis, sentía extrañas regresiones a la añoranza de una posible vida distinta, enraizada a sus orígenes. ¿Sería por el olor a huerta regada, a tierra húmeda, que entraba por el ventanal, asociado a un suspirar de madreselvas? Meditaba esta pregunta Monseñor mientras se disponía a desayunar el chocolate con bizcochos que le ofrecía Sor Gardenia, su mejor ángel confitero.

Aquella mañana, como siempre, tenía prisa por acudir al Vaticano y despachar los más urgentes asuntos, pues estaba en vísperas de cesar como cardenal camarlengo y pensaba en regir cualquier diócesis lejana, librarse de responsabilidades mayores, sínodos tormentosos y exceso de liturgias.

Ofreció a Sor Gardenia su cotidiana sonrisa de agradecimiento, endulzada por el último sorbito de chocolate, y salió precipitadamente, tropezando con Sor Francesca, la superiora, que enmendó su postura trastornada por el leve atropello, y prodigó sus inclinaciones de cabeza en sumisión cortesana.

Acababa una época de su vida orlada de grandes ceremoniales, cruzada por duros conflictos provocados por clérigos disidentes, caracterizada por sofocadas rebeldías interiores en su diaria pelea con la púrpura. Siempre que veía su figura esbelta y aliñada en espejos palaciegos le parecía no ser él aquel señor multiplicado en cornucopias. Capelo, birrete, encarnada vestimenta, mitra de solemnidades, báculo de pastoreos inciertos... Pensaba qué antepasados irían inventando la indumentaria empujados por carnavalescas frivolidades, o prolongando alertas de poder frente a una danza de casacas y miriñaques. A veces se había soñado vestido con el sayal de Pedro, repartiendo el pan y la palabra entre humildad de túnicas, en fecundo cubil de catacumbas. Tenía Monseñor un gusto por la desnudez, por atuendos leves, por voces del pueblo despiertas sobre palabras muertas, por gestos desaliñados de vecindad de barrio, por pensar un amanecer sobre besanas más allá de los campanarios...

Durante un largo viaje por las Américas pasando revista a sus hermanos en dignidad,   aquellos inmersos en las esperanzadas luchas del pueblo, siempre tan decididos a bajarse del podio hasta la calle, renunciando a boatos tradicionales, había tenido el disfrute de descubrir en la espesura de la selva, en viaje hacia misiones lejanas, a esos preciosos pájaros que llevan el nombre de su cargo. ¿En dónde la primacía de la palabra? ¿Se le llamó cardenal al pájaro por su solemne penacho de plumas encarnadas, o se tomó el nombre de la avecilla para designar a un cargo que empezó a usar tan ostentoso tocado? De estas cuestiones el no entendía nada, pero en sus apostólicas correrías por la selva gozaba descubriendo entre el ramaje a los pájaros homónimos, vivaces y bellos, y sentía ridícula la solemnidad de su vestimenta ante la contemplación del resultado de los pinceles pajareros de Dios. Llegó a divertirle el tema hasta el punto de conocer e investigar a toda la familia de esas aves, sus variedades y costumbres; ocurriendo que él, tan dado a los sueños, una noche soñó que estando vestido con todo el atuendo de su cargo, como para un acto solemne, de pronto empezaron a salirle pájaros de las mangas, de debajo de la mitra, y fueron pajareándose sus vestidos y su propio ser hasta quedar transformado en hermosa bandada de cardenales que se perdió en el cielo remontando las torres vaticanas.

Un día llegó Monseñor cansado a la residencia; quitose la sotana y quedó en mangas de camisa, en la paz de su habitación. Enseguida llegó Sor Gardenia con un canasto de frutas del huerto. Sería la sensual ofrenda..., las rajadas granadas de risa roja, los perfumes del melocotón con su piel casi humana al tacto, la provocación de la sandía... El caso es que Monseñor Tamboríni empezó a poner atención a la gracia de movimientos de Sor Gardenia y a adivinar su prieta esbeltez bajo los hábitos, en presentimiento de un cuerpo grácil y hermoso. Fueron sólo unos segundos de tentación mental, como si un diablo mediterráneo, allanador de celdas, le hubiera traído su muestrario de frutos prohibidos.

Monseñor se levantó con violencia del sillón en que estaba sentado, dejando a la monjita confusa y asustada, y huyó hacia el huerto en mangas de camisa. Le quitó la herramienta al sorprendido jardinero, que cuidaba la pequeña huerta, y comenzó a cavar un bancal destinado a la siembra de patatas. Se pasó todo el día cavando sudoroso. Lo que en principio fue una huida y una manera de castigar la carne, desentendiéndola de apetencias, fue convirtiéndose en un placer violento, en actividad enardecida. Sintió un pálpito de estirpe campesina por sus brazos y recordó al abuelo Enrico, a cuya sombra había crecido en sus campos natales de Benevento; retornó a gozos y cansancios ya olvidados. Desde los miradores conventuales que daban a la huerta Sor Gardenia sonreía confusa de adivinaciones y Sor Francesca rezaba por la salud mental de su Ilustrísima, entre divertida y preocupada, porque según ella Monseñor estaba pecando contra su propia dignidad.

Cesó en la faena a la puesta del sol, sudoroso, con cansancios reconfortadores, pero acostumbrado como estaba a sólo trabajos de bendición y homilía, su naturaleza sorprendida reaccionó mal y quedó fuertemente acatarrado. Durante el tiempo que llevaba allí, atendido por las monjitas, apenas se había notado su presencia; entraba y salía como una sombra, sonreía a Sor Gardenia agradeciéndole sus atenciones, contestaba a Sor Francesca las preguntas que le hacía sobre la salud del Santo Padre, y pasaba la mayor parte del tiempo en su alcoba, descansando del trajinar palaciego. De pronto, la potencia de sus varoniles y frecuentes estornudos llenaron el convento de presencia de hombre, y andaban las monjas solícitas y preocupadas, hasta que convencieron al cardenal para que se acostara enseguida.

Monseñor, antes de acostarse, sacó del armario una vieja boina sudada que había pertenecido a su padre y que guardaba como reliquia de su pasado campesino, y la acarició dulcemente como a una flor o una paloma. Se acostó enfebrecido, con toda su naturaleza alterada y casi en sueños vio a la hermana que le traía una infusión casi milagrosa, inventada por Sor Petra la cocinera. Al dejar la taza sonrió a Sor Gardenia e hizo ademán de acariciarle la mejilla. Inclinó la cabeza la religiosa y la mano de Monseñor cambió de ademán, como pájaro equivocado que cambia el rumbo, resolviéndose en solemne bendición.

Aquella noche tuvo largas pesadillas y sueños gozosos, despertando al amanecer, excitado por la última ensoñación, en que tomaban parte el Santo Padre y su abuelo Enrico. La basílica de San Pedro estaba en uno de sus momentos solemnes; se celebraba una misa oficiada por Su Santidad, bajo esplendor de músicas y luces. De pronto hubo un rumor de sorpresa entre los asistentes, como el inicio de un gran suceso esperado. Su abuelo Enrico entró en la iglesia y avanzó despacio hacia el altar mayor. Todas las miradas se volvieron hacia su figura orlada de tierra, como salida de remotas besanas. Llegó al altar y, sin atender al transcurso de la ceremonia, se dirigió al Papa con un saludo afectuoso y humilde. Después fue hacia su nieto, midió con la mirada su esbelta figura vestida de pontifical, le derribó de un gran manotazo la mitra de seda, colocándole ceremoniosamente, como en una coronación, la boina negra que traía en la mano. En este momento del sueño Monseñor Tamborini despertó sobresaltado y quedó sentado en la cama.

Estaba amaneciendo. Un fuerte estornudo hizo callar al ruiseñor que cantaba en las madreselvas del ventanal, y lo vio volar hacia el infinito, con su humildad de plumas, como un sanfrancisco de los pájaros.

 

 

 

 

 

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