LOS ASOMBROS. Julio Alfredo Egea Colección "Juan Alcaide". Valdepeñas, 1996 |
El poder de sugerencia y la capacidad de sorpresa quizá sean las facultades innatas que al desarrollarse de manera excepcional dan ocasión al ser poeta. Todo lo demás es libertad de sentimiento encauzado, a veces lastrado por las bridas heladas del razonar. Evocación y asombro en camino común por el que transcurre la vida, dando lugar a que en sus cunetas -aradas por el gozo , regadas por la lágrima- brote a veces la flor del verso.
Cuando dijo Rilke que el poeta es su niñez, estaba pasando las primeras y decisivas secuencias de una larga película de asombros. En los primeros descubrimientos de la vida, quedan grabados para siempre, con palabras e imágenes, los recreos y martirios del recuerdo.
La juventud es tan sólo una bella y lastimada etapa en el proceso de consolidación de primeros asombros. Pero la juventud...¿hasta cuándo? No, quizá no sea una etapa y sean sólo apariencia las edades del alma. Mientras haya continuidad en sorpresas ante el mundo la juventud prosigue. Quizá el privilegio mayor del poeta sea el de morir siempre joven, vencedor de su cuerpo.
Un día volvemos la mirada hacia atrás comprobando que la verdad de la poesía no fue un juego de ingenios, una rebusca de voces propias, arremolinadas y perdidas por un viento largo que amontona palabras y que al fin sólo deja un eco del dolor, la sombra del suspiro, el anidar de un gozo. Es la poesía la traducción de los asombros, y el último verso será un verso inacabado en los acechos de la muerte, un verso en trascendente balbuceo, perdido en las innumerables valijas del otoño.
( Tomo este poema como introducción o punto de partida, por ser un recuerdo de mis orígenes como poeta y por plantearse en él, de alguna manera, mi idea de lo que debe ser la poesía, el sufrimiento y el gozo que supone la creación del poema, y su incierto destino...).
Descubrí la palabra por mi madre: poeta.
El desastre era cierto:
Me cercarían curiosos decenas de contables,
miraría a las muchachas levitando en la sombra,
los amigos dirían: no es el tiempo propicio,
ni mis gentes más íntimas entenderían mi idioma.
Cuando un dolor sentía era el parto de un verso.
Nunca tuve amoríos con la luna y la rosa
aunque en los plenilunios de ciertas primaveras
deseche aquella idea
de creer un espejismo tan sólo la belleza.
¿Dónde, cuándo, por qué, para qué...?
Imposible
contestar las preguntas.
Era un ciego cantando a la puerta de un templo.
Mi bandera era sólo la camisa sudada
del vecino de enfrente.
Pero de pronto un día llega un ser que ha ejercido
la humildad y ha tomado para sí mi palabra
y respira a mi lado y brinda con mi aliento
y deslía versos míos para hacerse un vendaje,
ganándome el paraíso del verbo compartido.
Un día deja la madre interrumpida la faena, una labor continuada desde el principio de los tiempos, transmitida por manos de mujer curtidas en genealogías del amor, en regreso sucesivo de la matriz poderosa de la tierra. Pero siguen las vigilias, permanecen y se agudizan las vigilias; siempre vigilante el centinela alertado de sus pupilas que nunca envejecen.
La madre comenzó su última labor :-Haré una colcha de hilo para cada una de mis nietas, dijo. Sentí el dolor de sus programaciones. ¿Querría eternizarse en la saga de madres sucesivas a partir de su sangre? ¿Presiente que nunca morirá del todo si queda plasmada en el cobijo y la belleza?
Ella, en el fondo, sin saberlo, cree en un Dios cocinero, tejedor, diestro en bricolajes, encerrando en su espíritu puro lo más puro del vivir que es el laborar de la ternura. Ella cree firmemente en la eternidad de la ternura.
Un día deja la madre interrumpida la faena. Queda la aguja parada sobre el último pétalo, queda la mano inmóvil en la cuenta de un rosario infinito. Ha cruzado las manos para esperar la muerte.
Tejes, madre, una colcha
en donde la flor de hilo
permanece.
Tus manos
cumplieron las edades,
aletearon veloces
antes de ir desprendiendo
pétalos de ceniza.
Ahora aquí, recogidas,
sumidas en la lenta labor de las agujas,
enclaustrada la tórtola
que con el pico alzaba
cada aurora y ponía
el justo trigo en cada
esquina de la casa.
Aquí, como en espera
de otras albas, cumplida
la caricia, laboras
el signo de tu estirpe.
Te das prisa en tejer, madre, no quieres
incompleta la rosa.
Niñez campesina por mesetas del cereal, donde altos trinos saludaban el nacimiento de las espigas. Siempre relacionaba al trigo con el canto de las alondras. Cuando callaba la calandria sobrevolando los rastrojos, ya las espigas, camino de las eras, daban testimonio del sudor cumplido del hombre.
Rito y liturgia del trabajo en los procesos de la consecución del pan, desde el grano sepulto a la gloria de las tahonas. Herencia de un legado de prestigios del trigo. El pan oloroso, sagrada materia, perfume en salmos de la tierra, de su matriz nutricia con largos martirios en la honda cicatriz de la sequía.
Cuando era realidad el anual tributo de la gleba y rebosaban las trojes su tesoro, una coral de madres alzaban su oración clausurando desvelos.
Eran ara las eras,
relicario las trojes,
un quehacer mitológico el molino,
cuenco de hogar la artesa,
rito feliz los hornos.
Se inauguraba un pan y acariciaba
en cruces la navaja
ante la espera en corro de los hijos.
Un pan sobre la mesa
convocaba ternuras de la sangre
con ese olor a tierra ennoblecida,
fecundada en sudores.
Cuando un pan se caía
se arrodillaban madres,
se llevaba hasta el beso
como se besa a un niño o se desea
tener entre las manos a un lucero.
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Julio Alfredo Egea